Tres de la tarde, el sol clavado en lo alto, el aire tibio temblando sobre la tierra seca…Todo parecía detenerse: los animales, los hombres, hasta los relojes. Solo el monte seguía vivo y esa siesta con un silencio espeso… En ese mundo detenido, allí estábamos nosotros: changuitos con el alma libre, los pies descalzos y la mirada curiosa. La tierra ardía, pero no nos importaba. Íbamos monte adentro, buscando chilalos, esas pequeñas tinajitas de barro que las abejas construian. Los chilalos eran un misterio. Pequeños tesoros del monte. Tinajitas redondas, con su tapita cerrada como si guardaran adentro un secreto. A veces los encontrábamos entre raíces, otras junto a un tronco o bajo la sombra de un espinillo. Los levantábamos con cuidado, con la emoción de quien encuentra algo sagrado.—¡Aquí hay uno! —gritaba alguno—. ¡Enterito!Y corríamos todos, con la tierra saltando detrás nuestro. Nos arrodillábamos alrededor y lo mirábamos como si fuera verdaderamente un tesoro. Y lo era. Era el tesoro de la infancia, de la simpleza, de la alegría sin explicación. Jugábamos a ver quién encontraba más, y aunque no había premio, el monte nos daba todo: el juego, la risa, la vida verdadera… El monte era nuestro patio, nuestro universo entero. Entre algarrobos, tuscas y cardones, aprendimos a mirar la vida de cerca. Conocíamos el olor del poleo, el sonido del viento antes de la tormenta y la textura del polvo caliente bajo los pies. Nada nos hacía falta: la felicidad estaba allí, en esa tierra seca que nos abrazaba y en el zumbido constante de las abejas trabajando bajo el sol.Cuando el calor apretaba, buscábamos la sombra más ancha. Nos recostábamos mirando el cielo, con las manos detrás de la cabeza y el alma en calma. Los perros tambien se echaban a nuestro lado a descansar. Las nubes pasaban lentas, anunciando que tendríamos un día más como este.Los abuelos dormían bajo el alero. De vez en cuando, alguna madre nos llamaba desde lejos, pero la voz se perdía entre los árboles y nosotros seguíamos jugando, atrapados en ese tiempo que no conocía la prisa.Al caer la tarde, el sol bajaba despacio, dorando todo de un color manso y triste. Volvíamos a la casa despacito, con los bolsillos llenos de chilalos, las piernas raspadas por las ramas y el corazón contento. Los guardábamos en una caja de cartón, como si fueran reliquias. Los mirábamos una y otra vez, admirando su forma perfecta, su silencio, su fragilidad.Eran, sin saberlo, los recuerdos que un día nos iban a doler de tan lindos.Hoy cuando la memoria se pone tierna, me basta cerrar los ojos para volver allí. Puedo verme, niña, corriendo entre los algarrobos, buscando chilalos sin saber que, en realidad, lo que estaba encontrando era la felicidad.El tiempo pasó, como pasa el viento, pero estoy segura que el monte sigue ahí, esperándome… Si, hubo una siesta, una sola, o muchas, todas iguales, en la que fuimos felices sin saberlo…
