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13. Revelaciones del amor

El lunes pasé a saludar a la Chuchi por su cumple. Yo pasé a saludarla y ella me invitó a comer. Estaba muy activa, preparando una ensalada y con unos zapallos en el horno. Uno de sus hijos se ocupaba del asado, mientras el resto charlaba. No quería frenar un segundo, se ocupaba de la comida, de la mesa, de que nadie se quedara sin lugar ni plato. Mujer al servicio, hubo que obligarla a que no lavara nada después de la cena. Como es común en el campo: compartir en mesas largas, comida que no falta, siempre un lugar más por si cae alguien. Hace un año y medio la Chuchi perdió a su esposo, compañero de muchos años. “Creí que no sobreviviría a ese dolor tan grande”, me había dicho al mes del fallecimiento. Y su deseo para este cumple era que Dios le diera salud y más años para disfrutar de su familia, de sus seres queridos. El amor nos mueve, nos sana, nos empuja, nos revive, nos salva.

Esta semana visité familias en el paraje Aguacerito. Hicimos una reunión comunitaria, donde charlamos sobre el apoyo escolar, para ver de qué modo acompañar mejor en la trayectoria educativa, y los talleres de Apicultura -funcionando desde el año pasado- y Carpintería. En este último se anotaron, con un poco de incentivo, 4 mujeres, lo cual me llena de alegría. Despojarnos de la idea de que algunas actividades son solo para hombres, sobre todo en contextos como este, con la figura tan marcada de la mujer únicamente como ama de casa. Cuando terminamos, Silvina me guió hasta su hogar, cada una en su moto. Apenas llegamos, puso la mesa, calentó el agua para unos mates, sirvió torta parrilla calentita, que había hecho esa mañana. Tiene un hijo en Buenos Aires y otro en Córdoba; se fueron porque acá no había trabajo. Es muy común escuchar que la gente migra hacia esos dos lugares. También visité a Tere, que vive con la familia de su esposo frente a la escuela de Aguacerito. La escena se repite: apenas llegué, salió a recibirme, puso la mesa, calentó el agua para unos mates, trajo bizcochuelo. Se hizo la hora del almuerzo y fui implícitamente invitada a la mesa. Es otra escena que se repite cuando estoy al mediodía en alguna casa. Ya no pregunto si hay un plato para mí o si alcanza. Puede sonar desubicado, yo lo vivo como el regalo de ser bien-venida, recibida, amada.

Hace unos meses hacemos yoga con unas compañeras. Para nada se contradice con mi religión. Es un espacio para conectar más conscientemente conmigo misma, para estar en el aquí y el ahora, para registrar mi cuerpo, para inspirar-me profundamente. Es personal y, a la vez, comunitario: todas hacemos los mismos movimientos (o intentamos), buscamos el equilibrio, oxigenamos nuestro interior. Cada una busca el modo de despojarse de tantos pensamientos, para concentrarse y lograr las distintas posturas, en la medida de sus posibilidades. Algunas veces me he emocionado, al tener presente una intención para la práctica de ese día, cuya consigna es simplemente llevar un deseo para esa hora que dura la clase. “Savasana” es siempre la postura final, que busca relajación y descanso. Es el momento de “hacer nada”, simplemente estar. Terminamos agradeciéndonos a nosotras mismas y a las demás, a nuestro cuerpo y a nuestro espíritu, por habilitarnos ese momento de encuentro, que puede parecer individual, pero cuya energía vuelve comunitario. Es, en definitiva, un encuentro con y entre nosotras. Para mí, es un tiempo de contemplación, de unión con el Amor, que me invita a ser paciente conmigo misma y a compartir lo trascendente.

“Al compartir nuestras visiones y vivencias de lo real, sin absolutizarlas, nos ponemos en el camino de la revelación. Nos volvemos nosotros mismos revelación”, Amarás, Mardía Herrero


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