El finde largo de mayo fui a Añatuya, a unos 190 km de Santiago del Estero. Me recibió Inma, una catalana que vive en esa ciudad hace más de 40 años. Su deseo de misionar en tierra extranjera la llevó a ofrecerse a trabajar en el obispado de Añatuya. Es una mujer pequeña en estatura, pero grande en servicio. Además de tu labor administrativa, está predispuesta a cualquier cosa que se necesite, como recibir una forastera. Me deleitó con matambrito a la pizza con papas fritas, locro, empanadas santiagueñas (sí, con papa) al horno de barro. Con su paso ligero, me llevó a recorrer la ciudad.
El jueves a la tarde, Inma me acompañó al hogar de abuelos que tienen a cargo los Franciscanos de la Santa Cruz. En la entrada, 3 hombres que viven ahí y les gusta sentarse a mirar lo que pasa afuera. Casi toda la gente que transita por esa avenida levanta la mano para saludarlos. El hermano Carlitos, oriundo de Salamanca, nos recibió con gran simpatía, nos mostró el lugar, las obras que están haciendo. Después me quedé charlando con algunos de los 19 que viven ahí. Cuando dije que vivía en el Chaco, uno me contó que conocía la zona donde me muevo porque muchos años manejó una topadora. Otro, porque cosechaba algodón. Ambos hicieron referencia a dormir en galpones, en pasar noches frías, pero no recordaban esa época con rencor ni nada parecido. Muchos mencionaban que vivían actualmente con sus familias, que trabajan en tal o cual cosa. Me di cuenta de que sus relatos eran en tiempo presente, como si el pasado no se hubiera movido, como si no hubiera otro tiempo que el aquí y ahora permanente. En la cena, uno de los hermanos me invitó a darle de comer a Juan, que está en silla de ruedas y no puede moverse. Fue de los momentos más contemplativos: en silencio, solo tenía que acercar la cuchara a su boca, limpiarlo o darle agua. Me di cuenta de que Juan era como un niño, me hizo pensar en cuando le doy de comer a Tarzán.

El viernes fui al Centro Franciscano, donde todos los días meriendan casi 200 niñas y niños, y cenan 2 veces por semana. Me recibió con gran alegría Dani, que coordina al grupo de vecinas que cocinan ahí cada día. Una mujer de entrega, corazón abierto y disponible, con una energía que contagia. La labor de todas es voluntaria, muchas con hijas o hijos que asisten. Tomamos mate, amasamos pan, me mostraron la huerta y los corrales de ovejas, palomas, conejos, gallinas que tienen en el predio. Sueñan con hacer un oratorio, les faltan materiales. Después de servir, nos sentamos a comer con ellas y los hermanos, unos deliciosos fideos a la boloñesa.
Esa misma noche, con Inma fuimos a la peregrinación a Matará, donde caminaron 150 jóvenes de todas las localidades. El lugar es conocido porque hay una cruz que lleva ese nombre, hecha en 1594, en madera, con dibujos, para que quienes habitaban esas tierras pudieran comprender la fe cristiana. En cada descanso, un grupo servía agua, pan, fruta, mate cocido, Inma curaba ampollas. Zulma guiaba los momentos orantes en cada parada, con mística y creatividad, con fe y profundidad. Luego de atravesar una noche estrellada, fría y nublada (en ese orden), amaneció y hacia el mediodía fueron llegando, tras caminar 12 horas. Me di cuenta de que el camino de la vida es como mi estadía en Añatuya: nos alojamos, nos alimentamos, nos acompañamos, nos curamos, nos ayudamos a llegar, nos iluminamos mutuamente.
“Hay un peregrino que conserva -intacto- en su corazón el mapa o la brújula de un destino trascendental y puro, colectivo, honesto, noble. (…) Este peregrino soy yo mismo”, Cómo caerle bien a todo el mundo, Félix Torre
